"Mas no busquéis disonancias; / porque, al fin, nada disuena, / siempre al son que tocan bailan."
(Antonio Machado, Proverbios y Cantares)
"Gracias a Dios, en nuestro país tenemos tres cosas inefablemente preciosas: la libertad de expresión, la libertad de conciencia y la prudencia de no practicar ninguna de las dos"
(Mark Twain)

De un cierto malestar cultural


"Llenos de delicadeza, nos dejan en paz / vivir la vida tal como la concebimos, / no como ellos la entienden. / Querían florecer, / y florecer es ser bellos; pero nosotros queremos madurar, / y eso significa ser oscuros y esforzarse".
( Fragmento del poema "En el salón", de R. M. Rilke, en Nuevos Poemas, I ; de Poesía Hiperión).


  Allá por el 82, en plena floración democrática, escribía yo sobre la figura del intelectual que sigue, por suerte, su rumbo de siempre: tan codiciada y pretenciosa como escabrosa y discutible. Ahora, trece años después, entre la densa nebulosa de la modernidad, percibo que los perfiles se difuminan, las identidades se confunden, los talantes se reciclan y todos andamos a tientas en una atmósfera turbia de presunciones y suspicacias: todos, al fin, presuntos. Lo cual remueve mi admiración de entonces por aquel intelectual, hoy denominado "de abajo", que no suele confundir el valor con el precio, cuyo pensamiento dubitativo y agónico propende más a la disidencia crítica y marginal que a las convergencias del oportunismo y la coyuntura y que, como carece de camuflaje, nunca se esconde tras lo que dice. Ya Ortega identificaba al intelectual por la fuerza de su impulso vocacional capaz de arrastrarle a modos de estar en el mundo no solo ridículos sino hasta impúdicos o indecentes. Y es que el intelectual "de abajo" tiene algo de ese soldado desconocido, con querencia a la fosa común, que lucha y muere Dios sabe donde, víctima de un vínculo cultural tan fiel y comprometido como el cariño verdadero de la copla que "ni se compra ni se vende", pues padece desavenencias con los cánones ejemplares y normativos de la cultura orgánica autosatisfecha y rentable. No se trata, pues, de un intelectual modelo sino de un modelo de intelectual, de fervor incombustible, que mantiene con la cultura unas relaciones tan dependientes y necesitadas como tormentosas y ambiguas, en ese espacio sintomático y machadiano del "ni contigo ni sin ti tienen mis penas remedio". Es lo que el ingenio freudiano sentenció sobre la cultura: que "si bien los hombres no podrían vivir sin la civilización, tampoco a través de ella pueden vivir felizmente".

  No seré yo quien reniegue de estos años de profanación tabúica: cuando el tiempo madure su razón histórica, nunca agradeceremos bastante el susto de esta sacudida depuradora y catártica. Porque,  efectivamente, también hemos padecido un verdadero delirio maníaco o fuga hacia delante provocada por una representación cultural más o menos ostentosa, folklórica y teledirigida, según los intereses que sus enigmáticos mecenas e intérpretes mantuvieran con los objetos representados y los fines de su representación. Aquel "inaudito espíritu de tendero", tan denostado por Robert Musil, ha jaleado la mercancía de "los bienes culturales" como meras posesiones de exhibición consumista: puede que hayamos ingerido productos más o menos modernos, pero de forma tan indiscriminada y voraz que, a nivel digestivo y nutricio, aún estamos en la antesala de la modernidad o, quizá más bien, en esa "modernidad estallada" que nos describe Alain Touraine.

  Creo que el ritmo arrebatado de la cultura mediática, frívola y espectacular, ha roto el tempo natural requerido por los procesos de crecimiento madurativo y asimilación personalizada: los siniestros y las catástrofes son precipitaciones compulsivas que confirman, por excepción, la regla  del "natura non fit saltus" y, ciertamente, nuestros procesos de internalización cultural son más lentos y remolones que las mascaradas histeroides de nuestro estrategas sociopolíticos y mediáticos. Pienso que este desasosiego masivo, protagonizado por la burguesía más montaraz y arrogante, tiene mucho de contratiempo escolar y educativo, cultural y disciplinario: se nos han amontonado los deberes de forma que nos coinciden a contrapié las exigencias implacables de una urgencia civilizatoria y las frustraciones de la tierra prometida por la cultura de un bien-estar de Ínsula Barataria y Sancho-pancesca.

  No en vano la culturización es un proceso interminable y agónico en que se intercambian, de forma muy cicatera  y obscena, trozos sangrantes de renuncia instintiva y una serie de hábitos, bienes y artilugios de vigencia relativa, utilidad discutible y valoración más o menos arbitraria y significativa. Así que podría entenderse la culturización como una dialéctica conflictiva entre las generosas ofertas del deseo y las imponderables restricciones de la realidad. Aquello de que "la cultura es el test de Rorschach de la sociedad", sin dejar de ser una cursilada del psicologismo andante, sirve para recordarnos algo tan olvidable como la excelencia metafórica e interpretativa de la cultura, su alma simbólica capaz de otorgar dirección, sentido y significado a esa masa desalmada de la cultura grosera e informe: la cultura del melocotón sin el hueso como núcleo sabroso y germinal de la fruta.

  Reconozco que el malestar cuenta con pocos adeptos y que, educado en "la teoría de la sospecha", adolezco de una aversión un tanto endémica hacia todo artificio cultural que no dé que pensar. Pero no entiendo cómo puede construirse el Estado del Bienestar sin la cultura del malestar, y recuerdo el matiz del filósofo que exigía a la vida la dosis de disgusto suficiente para tomársela en serio: un esmerado control de calidad humana tan insoportable para histéricos como someterse a la prueba del "algodón, que no engaña".


  Creo que a la cultura le falta la experiencia catártica del malestar como cuando al amor le falta el desvelo. Aunque muy aliviado ya de los tiempos febriles de mi ortodoxia freudiana recuerdo, a propósito, que cuando Freud escribió El malestar en la cultura (julio de 1929, cuando "La Gran Depresión"), le salió un texto cual corresponde a un tema muy dubitativo y ambivalente, acosado por la desconfianza de cualquier desarrollo cultural a cargo de "los distribuidores y organizadores oficiales del bienestar", y que, según las matizaciones freudianas, trata nada menos que "de la civilización, el sentimiento de culpa y otras cuestiones elevadas" o, en versión más desahogada y jugosa, "de la cultura, la felicidad y otras glorificaciones similares": toques de amarga ironía con que Freud nos trasmite su preocupación por el mar de fondo o los entresijos conflictivo-vivenciales de la cultura como experiencia existencial y profunda, personal y/o colectiva. Y me place subrayar que Freud escribió estas cosas a sus setenta y tres años, diez antes de morirse, o sea, desde el "tabor" metacultural de las sabidurías últimas, que ya dijo alguien que la sabiduría es aquello en que se resume el olvido de todos los saberes. Por si fuera poco, también sucedía por entonces que el nacionalismo hitleriano mostraba las garras  de su voracidad depredadora y fanática.

  Comprendo que estas divagaciones sean tan chocantes a los mascarones de la cultura fascinante y henchida como despreciables para los gallardos cruzados de la cultura aguerrida y marcial, y que aún existan iglesias rurales que celebran su particular "eucaristía" tabernaria con la mística heróica  de "la cultura alegre y combativa". No en vano vivimos en un país bastante desmesurado y ciclotímico, con muchos resíduos de"Flechas y Pelayos","Saguntos" y "Numancias", o muy al albur de desinflamientos trágicos y persecuciones inquisitoriales.

  Acertó quien dijo que el verdadero fundador de la civilización fue aquel hombre que, por primera vez, arrojó a su enemigo un adjetivo en lugar de una lanza; pero la cultura como estrategia de dominio, alienación o maleficencia, también es un arma arrojadiza cuyos efectos letales no le van a la zaga a los de los ejércitos y las iglesias. Mas nada nos coge ya por sorpresa a quienes el malestar cultural nos viene de largo como una marca en el alma: la historia sigue siendo maestra de la vida por más que intenten negarla quienes sientan comprometido su futuro por la memoria afrentosa de su pasado, porque aquello sí que fue una fiscalidad, freudianamente injusta, por la que el coste de "la reserva espiritual de occidente" lo pagó religiosamente, nunca mejor dicho, una "mayoría silenciosa", con cuotas muy altas de represión instintiva, sentimientos de culpa y acatamientos reverenciales.

  Me incluyo entre cuantos padecieron procesos de culturización tan escabrosos y lentos como senderos selváticos. Pero en aquel duro peregrinaje se nos reveló el secreto de la encarnación cultural que nos sembró en esa tierra de nadie, desengañada y modesta, donde creció nuestra capacidad depuradora contra los engañosos encantamientos de la necedad. Gracias a entonces comprendemos ahora, culturalmente, que estar en "la izquierda" o en "la derecha" es ser "progresista" o "conservador": algo más hondo y sentido que una mera connotación política o una frivolidad de época por lo que, en consecuencia, ya no confundiríamos nunca, ni siquiera en tauromaquia, a Belmonte con Manolete ni los "naturales" de la izquierda templada con las brazadas  del "derechazo" brioso y ventajista, aprovechando el viaje de la fiera.

  En fin, que hasta aquí hemos llegado, pasados por las armas de la cultura y nublados por el síndrome de la típica y tópica resaca o esa sensación de malestar general que sigue al desmadre oceánico y adolescente de las hebriedades orgiásticas y alienantes. Una crisis de crecimiento a la que faltaba esta merecida frustración que, en nombre de las maltrechas variables económicas, comprobase la miseria de nuestras variables culturales. Nada de particular que, a estas alturas del cambio (que una vida no es nada), aún nos resulte difícil conjugar la velocidad con la parsimonia, el ocio con la reflexión, lo conflictivo con lo solidario o el afán de progreso con esa mínima sensibilidad social que, a caballo entre la ética y la estética, nos desbravase el talante y mantuviese la compostura. Habrá que seguir civilizándonos con acrecida paciencia y, eso sí, en un espacio terapéutico donde podamos elaborar nuestra crisis sociocultural a salvo de espasmos histéricos, profetas cabreados y ángeles exterminadores.

 (Publicado el 14 de noviembre de 1995 en Tribuna Libre del diario EL MUNDO)

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