"Mas no busquéis disonancias; / porque, al fin, nada disuena, / siempre al son que tocan bailan."
(Antonio Machado, Proverbios y Cantares)
"Gracias a Dios, en nuestro país tenemos tres cosas inefablemente preciosas: la libertad de expresión, la libertad de conciencia y la prudencia de no practicar ninguna de las dos"
(Mark Twain)

Niños buenos de entonces

 ( Diego Luna González, con motivo del bicentenario de "FUENTELIANTE, 200 años desafiando a la tierra" (editado por Caja Duero, 1-agosto-1.998, pp. 108-113; promotor y coordinador Nemesio Sánchez, 1.300 ejemplares).


"Aquellos paseos bien merecedores de ser atesorados y amados
(...)
Aquellos paseos ahora, como una primavera que regresara
vuelven de nuevo a mí".
( William  Wordsworth. Preludio.)

       Quizá más que nunca Fuenteliante era entonces la tierra de la Naturaleza viva, la del pan y la espiga, el agua y el sol, la cosecha y el árbol, de tanto que agradecer por aquellos años cuarenta en que yo llegué a este pueblo hecho ya el huerfanito de un padre que, según me repetían siempre, ni siquiera murió "en la guerra" sino "de la guerra". Yo era un niño andaluz que llegó a Fuenteliante con El Quijote leído y cuando ya tenía bastante entrenada el alma con los mensajes del NO-DO ( el Noticiario Oficial del Régimen), las películas de la producción CIFESA, el pasodoble de Manolete y mis inolvidables tebeos de Roberto Alcázar y Pedrín, El Guerrero del Antifaz y  los de Flechas y Pelayos, que alternaban también con algunas revistas de El Ruedo.
       
      Al fin quiso la suerte que fuera Fuenteliante mi tierra adoptiva, como un sanatorio rural en que pudiera aliviar los melancólicos agridulces de la posguerra con la cultura sensual del campo y del paisaje; una tierra disciplinada y fértil que cumplía con el rigor del trabajo y el premio de la abundancia, por lo que nunca necesitó el recurso de La fiel Infantería, ni que el teniente Alfredo Mayo, también protagonista de "Raza", entrara en el pueblo  despechugado gritando lo de ¡A mí La Legión!. Y es que, salvo la revuelta vecinal por lo de "la división del pueblo", yo no recuerdo en Fuenteliante ningún ardor guerrero capaz de perturbar el sosiego de la unión natural y bucólica entre "los hombres y sus tierras".

(Foto: Nemesio Sánchez)
      Recuerdo los meses del verano pesado y desierto, cuando la urgencia obsesiva de la recolección del trigo requería la concurrencia de una mano de obra menesterosa y solícita: de sol a sol, repartían su esfuerzo correoso y lento por los campos de la siega, los caminos destartalados de "la acarrea" y la monotonía circular de "la trilla" sobre las parvas hasta que, tras el aventeo de "la limpia", que separaba el trigo de la paja, recuperábamos "las eras" para nuestros partidos de fútbol. Era entonces cuando también el pueblo recobraba la beatitud del ocio y cuando los domingos y festivos volvían a ser, como siempre, "las fiestas de guardar": los días en que El Señor descansaba y el repique de campanas movilizaba a las gentes en un desfile de apariencias trajeadas y limpias que colmaba la casa de Dios con un cien por cien de "cumplimiento".

     Por si fuera poco, también mereció Fuenteliante un premio de urbanismo. Mucho que agradecer que la vida de nuestro pueblo nada tuviese que ver con la de otros villorrios o de tantos arrabales urbanos, de paisaje desaliñado o decrépito, habitados por el infortunio del hombre y las miserias de su depravación. Pero las gentes de nuestro pueblo siempre mantuvieron la dignidad de su compostura y la mesura de sus costumbres, perfiladas con un toque de distinción respetuosa y modesta. Envidias vecinales proferían, sin embargo, maledicencias tales como que hasta Dios era rico en Fuenteliante; todo, porque la iglesia recibía la gratitud que los fieles le expresaban con la abundancia  de "las colectas". Pero El Señor las revertía en una explendorosa seducción de brillos ornamentales que, enaltecidos por la explosión multicolor de flores del tiempo, mitigaba mucho la opresión de nuestras  conciencias con los encantamientos del erotismo devoto: siempre sucedía que los desechos del pecado propiciaban una turbulencia de culpas y arrepentimientos que terminaba diluyéndose en los agradecidos desahogos del perdón y el buen propósito.
    
      Necesitábamos de estos contrapuntos pasionales como ingredientes de la droga impune y ecológica con que, los niños buenos de entonces, lográbamos mantenernos fuera del tiempo trivial, en un entramado de lirismos gaseosos y sueños altisonantes. Y aún perduran los efectos de aquella espiritualidad de época, un tanto encubridora y tramposa, con la que, entre la imaginación y los libros, algunos niños de antaño ensanchábamos los márgenes  de nuestro "poder visionario" y ahondábamos los cimientos de nuestras figuraciones utópicas. Así, sin casi darnos cuenta, éramos también la expresión viva e ingenua de la literatura del  tiempo cuando basculábamos emocionalmente entre La forja de un rebelde, de Barea,  Los cipreses creen en Dios, de Gironella, o la desenvoltura candonga con que Escrivá de Balaguer nos concitaba en su Camino: "¿Adocenarte ? ¿¡Tú del montón!? Si has nacido para caudillo (Camino, nº 169), - cosas del buen "don Josemaría"-.

     Yo era un "Juan sin tierra" al que su condición de estudiante becario concedía el privilegio, seguramente injusto, de acudir a Fuenteliante en las puntuales convocatorias vacacionales y veraniegas que reforzaban la identidad del pueblo con la incorporación progresiva de un variopinto linaje de estudiantes, funcionarios, familiares y amigos más o menos predilectos y distinguidos. Pero, aunque con cierta insolencia culpable, yo también disfrutaba de aquellas tertulias holgazanas, al filo del mediodía, en la mejor sombra de la calle principal, esperando el "coche-correo" en que el señor Manolo nos llegaba desde Villavieja con su habitual  impuntualidad ferroviaria. Mientras tanto, nosotros discutíamos de toros y deportes con los nombres gloriosos de sus protagonistas de entonces: Venancio, Iriondo, Zarra, Panizo y Gainza; Di Stefano, Basora y Ramallets...; Fausto Coppi y Federico Martín Bahamontes...; o Manolete, Arruza y Luis Miguel. Pero había otras tertulias de mesa-camilla y brasero, más sosegadas y recogidas, allá por las Navidades, cerca de mi casa, saliendo a la izquierda hasta llegar a la última vivienda, donde comenzaba la pendiente pedregosa que abocaba hacia el río, creo que apodada "La Cuesta"; allí vivía Juanito Molina, titulado en veterinaria por Madrid, que siempre nos acogía junto al aparato de radio con la solicitud risueña  de su talante culto y liberal.

(Foto: Nemesio Sánchez)
      En las tardes del verano de sol y siesta, el pueblo se sumía en el silencio de un tiempo parado y desértico. Costaba reponerse de los letargos de adolescencia morbosa y malhumorada en que yo terminaba frente al espejo componiendo mis apariencias entre el agua de colonia "Galatea" y alguna brillantina sin marca. Después salía calle abajo, hacia la plaza, tal vez camino de la iglesia, aunque sin saber mucho adonde, envuelto en la pesadumbre destilada por la letrilla de algún bolero del tiempo,  tal que el de..."Toda una vida /  te estaría mimando / te estaría cuidando / como cuido mi vida / que la vivo por tï". Ocurría que estos arrebatos removían peligrosamente las conciencias con resabios de culpa; pero también eran una gimnasia emocional que estimulaba mucho la fantasía con la estética de la imagen y la fuerza de la metáfora: un buen día recordé que mi texto de literatura hablaba de un poeta andaluz llamado Gustavo Adolfo Bécquer y que, acaso marcado él por su orfandad temprana, escribió sus famosas Leyendas y Rimas con las que también yo, en mi caso, podría identificarme; su lectura -pensé- no sólo serviría para acompañar la soledad de mis sentimientos, sino para eliminar la vergüenza de vivirlos si alguien, tan autorizado como el tan celebrado poeta sevillano, reconocía su legitimidad humana y literaria. Con estas cavilaciones visité al maestro don Gabriel que, paternalmente conmovido y profesionalmente halagado, me permitió curiosear en solitario en la modesta biblioteca de  la escuela. Allí, junto a mis codiciadas "Leyendas y Rimas", descubrí -sobre todo- un pequeño arsenal de obras de Benito Pérez Galdós y anoté afanosamente según el impacto sugestivo que, de más a menos, me producían sus títulos: Tormento, Misericordia, Nazarín, La Desheredada, Marianela  y Doña Perfecta. Finalmente, con la prisa de un ladrón muy avaro, no ya de arramblar aquellos libros, por supuesto, pero sí de llevarme la memoria de sus insinuantes temas, por cuya curiosidad temía ser sorprendido, también tomé precipitada nota de la Pepita Jiménez, de J. Valera.

       Ni que decir tiene que, aunque yo carecía por entonces de mayor uso de razón crítica y literaria, mis sinrazones emocionales se sentían muy involucradas en los títulos y tramas novelescos de los personajes galdosianos. Gracias, pues, a don Gabriel -con las llaves de la biblioteca escolar- se me abrieron también las puertas del ocio vacacional, civilizado y romántico, para el que yo contaba con toda la desocupación de mi tiempo y la solicitud acogedora de la Naturaleza viva: era ésta la que me invitaba a diario a las peñas de "El Sierro Gordo" o a las de "El Sierro Chico", y al "Caño de Arriba" o al "de Abajo"; o la que también, cuando yo caminaba hacia la Estación, me sugería atrochar por el atajo del monte, ahorrándome las curvas de la carretera, para permitirme llegar con tiempo a contemplar la venida y parada del tren en la Estación de Bogajo. Yo disfrutaba mucho con la madre Naturaleza recorriéndola en solitario, de forma caprichosa y desinteresada, ya fuera tendiéndome a la sombra de sus árboles a compartir algunas de mis lecturas preferidas, ya levantándome para proseguir mi camino con el libro bajo el brazo o parándome a mirarla desde la concentración de algún silencio vagamente encantado y pensativo. Digamos que, en Fuenteliante, su Naturaleza me enseñó  a pasear dejándome llevar por los sentidos del alma y al ritmo requerido por la cultura del ocio.

        Finalmente, nunca me olvidaré de Esplendor en la hierba, la conocida película de Elia Kazan que, aunque más alejado ya de Fuenteliante, tanto me conmovió allá por los primeros años sesenta. Era un canto lírico que enmarcaba emotivamente la grave frustración y trastorno psicoafectivos de aquella encantadora pareja de jóvenes estudiantes del sur de Kansas, cuyas lozanas ilusiones se perdieron para siempre en una tormentosa maraña de incomprensiones y culpas: y todo era el fiel trasunto de una sociedad descompuesta, vertiginosamente hundida por el peso de la "burbuja financiera" de entonces, cuando "La Gran Depresión" de 1929. Pero también supe más tarde que aquella película debía su título a la inspiración nostálgica de una Oda de Wordsworh (en "Los Himnos de la Inmortalidad") cuyos versos nos siguen consolando mucho a los niños buenos de entonces porque..."Aunque mis ojos ya no puedan ver ese puro destello / que en mi juventud me deslumbraba / aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor en la hierba, / de la gloria en las flores, / no hay que afligirse, / porque siempre la belleza subsiste en el recuerdo.
                        

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